Por: Jaime Ovidio Giraldo.
Nació entre diferentes e indiferentes montañas de aspecto agreste y de un pálido verde allá donde se acaba el límite de mi pueblo y comienza otro pueblo llamado Cocorná, nació en un sitio llamado Guadualito, creció en un ambiente cristiano, donde el primer desayuno era el rezo para alimentar el alma.
No nació con una cucharita de plata entre su boca, su vida fue rica en carencias y desde muy niño tuvo que templar el músculo para demostrarle a la incertidumbre que la ausencia de recursos económicos no era un motivo para sentarse a contemplar miserias y llorarle a la pobreza.
Es un hombre que desde muy niño amó el trabajo, amó a su familia, amó la religión en la que lo formaron, amó lo que hacía y lo que hace.
Desde muy temprana edad supo que la fuerza física sería su herramienta para ganarse las primeras monedas y con el tiempo fue fortaleciendo el músculo para levantar sin grandes esfuerzos aplomados bultos de cemento o de lo que fuera, las dificultades las vencía con talento y con paciencia.
Asistió a la escuela pisando el duro piso con sus pies descalzos y su pantaloncito corto, aligeraba sus pasos para no llegar tarde a las lecciones.
No contento con los primeros números y las primeras letras después de haber aprobado la primaria, le arrancó tiempo a su trabajo y en una institución nocturna de mi pueblo Granada, quiso seguir puliendo su mente hasta cuando tuvo que decidir entre las duras faenas de su trabajo y el contacto con los libros, porque por esos tiempos cuando se es pobre, o se estudia o se trabaja, y primero estaban las urgencias del estómago que mantienen en pie el espíritu, que las urgencias de la mente que nos llenan de conocimientos para comprender la existencia.
Y la pobreza decidió su futuro, y se gastó su juventud trasladando pesadas cargas sobre sus hombros, podríamos decir que si Cristo murió un día en la cruz, los pobres cargan esa cruz todos los días, y con un estoicismo y dignidad cargaba y descargaba los vehículos en especial el de Nesticor.

Cansado de hacer siempre lo mismo, experimento con pequeñas ventas en especial comprando baratos relojes, que revendía a precios con pingues ganancias, y entre ahorros y préstamos, fue dándole poco a poco solidez a lo que habría de ser un estable trabajo y un sólido negocio, donde abunda el cacharro para satisfacer todas las necesidades de quienes se acerquen a consumir a precios razonables.
Tirito se hizo a golpes de arduo trabajo, con mucha dignidad y en especial con total honestidad, ejemplo y testimonio de comportamiento familiar y social y para sus hijos un monumento al esfuerzo, a la responsabilidad, al respeto.
En su rostro aún fresco de campesino y pasado ya el medio día de la existencia, se quedó a vivir en él una mirada tranquila y transparente como la de un niño en sus primeras inocencias, no hay quejas de su pasado en su palabra, y el amor abunda con la fuerza de sus músculos y de su espíritu, para repartirlo a manos llenas sobre el alma de sus hijos.
Alguien dijo que fue tan fuerte su entrenamiento para levantar pesadas cargas, que si hubiese cargado un ternero desde el momento de su nacimiento todos los días, hubiese cargado la vaca como una liviana pluma.

Sus hijos José Darío, Dubian Fernando, Diana Cristina, Cristian Alejandro y su digna esposa Luz Marina Zuluaga Aristizabal le testimonian gratitud y un eterno amor.
A Tirito como cariñosamente le llamamos quienes le conocemos, es un hombre que destinó la razón de la fuerza física, para servirle a la comunidad con dignidad, honestidad y respeto, ojalá muchos lo asimilemos en medio de su humildad y sencillez, como un paradigma de comportamiento social.